Vivimos tan inmersos en las aguas del Mercado, que ya no percibimos la humedad

El profesor quiso explicar el Libre Mercado a sus alumnos con una historia acaecida en 1999.
El diario más importante de Chicago, Chicago Tribune, tuvo una iniciativa pionera que era el sueño de cualquier editor de periódico: Poner en Internet el contenido de todos los números publicados desde su fundación en 1849.
Los editores del Chicago Tribune contratan a la empresa PTFS, especializada en informatización de textos. Los técnicos se dan pronto cuenta de que no pueden agilizar el encargo con sus tecnologías más avanzadas porque los ejemplares más antiguos no están tan conservados como para que un lector óptico reconozca la letra impresa. No hay más remedio que interponer a seres humanos entre el papel y la máquina. Y se van a buscar humanos «baratos», laboralmente hablando: Los ejemplares del Tribune se envían a la India para que gente de allí, con sueldos de allí, mecanografíen las páginas en los ordenadores.
Al poco tiempo, no debe parecerles bien que sea en la India donde se pasen a limpio las historias de la mafia y la depresión de los Estados Unidos, y la empresa PTFS idea una nueva fórmula laboral para devolver el trabajo a su país sin dejar de pagar sueldos miserables: Contratar a presos.
Llegan a un acuerdo con los responsables de instituciones penitenciarias en Ohio, que recibirían más de un millón de dólares a cambio de devolver a esta empresa 4.000 millones de caracteres informatizados. En la cárcel de Belmont los presos teclean las primeras páginas del diario, en la de North Central se clasifican los artículos y en la de Mansfield han caído las páginas con peores augurios, las necrológicas.
¿Y los sueldos? La empresa PTFS no ha fijado esos sueldos. Corresponde a los directores de las cárceles establecer unos salarios que oscilan entre 39 y 47 centavos a la hora, una auténtica calderilla fuera, aunque alguien dice que es oro detrás de los barrotes. Con jornadas laborales prolongadas pueden llegar a ganar hasta 103 dólares al mes. Además, los presos ni siquiera reciben el dinero en metálico, sino que se acumula en cuentas personales para comprar los pocos productos que venden en la tienda de la prisión, o para hacer llamadas telefónicas.
Algún atractivo debía tener este trabajo, ya que hubo que establecer condiciones de admisión entre los disponibles: Los teclistas debían tener el graduado escolar, superar un examen de lectura y ortografía y, sobre todo, tener un historial penitenciario libre de peleas.
Falta un detalle: Los agraciados directores de las cárceles aseguraron públicamente que así se facilitaba la reinserción. Y el periódico, que al principio estaba abochornado por la noticia de tener a presos en su nómina, ahora presume de cooperar con una causa social.
El profesor miró serenamente a sus alumnos: –¿Entienden por qué lo llaman Libre Mercado? ¿Tal vez porque traspasa fronteras, no está sujeto a normas, no tiene barreras ni límites? Tan libre que es capaz hasta de explotar a los privados de libertad. ¿Se imaginan por qué ‘en el Mercado Libre siempre vence el fuerte y se legitima la aniquilación del débil’?
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