Se repiten las asfixiantes olas de calor, la gente simplemente se queja. Aumentan las arrasadoras inundaciones y los ciclones, la gente simplemente se lamenta. Crecen las alarmas sobre el cambio climático, la gente simplemente se calla.
¿Cómo llamarlo? ¿Resignación, miedo, conformismo, huida? ¿Una forma de negacionismo?

Cuando los niños pequeñitos juegan al escondite se tapan la cara con las manos y dicen “no estoy”, piensan que si ellos no ven, tampoco son vistos. Esconderse y cerrar los ojos no soluciona problema alguno. Ni los problemas se solucionan solos. Y la actitud de negar las evidencias, junto con las de echar la culpa a otros o a las circunstancias, significa taparse los ojos y no querer ver la realidad, además de ser una postura ridícula.
El negacionismo es como un virus de muchas mutaciones. La cultura dominante practica un negacionismo generalizado con todo lo que tiene que ver con límites biológicos y físicos, o con situaciones críticas de angustia e incertidumbre.
Niegan el cambio climático, la evolución de la especie, los coronavirus, la eficacia de las vacunas, la redondez de la tierra, la violencia de género, la diferencia de clases, etc.
Como dijo Mariano José de Larra: “Es más fácil negar las cosas que enterarse de ellas”.
Y así funcionan los virus. Cuantas más personas piensen igual, más se reafirmarán sus creencias. Ahí entra en juego el eficaz vehículo de las redes sociales. Cientos de personas alardean ahora de ser negacionistas, como si su nivel de conocimiento fuera superior al del resto de gente.
La fascinación de las falsas creencias tiene dos componentes, uno intelectual y otro emocional. Por una parte,el cerebro humano tiende a buscar atajos, a dejarse llevar por lo acorde a sus creencias anteriores, o simplemente por lo que más se repite, en lugar de buscar diferentes fuentes de información, que resulta trabajoso. Por otra parte, todos los mensajes virales apelan a algún tipo de emoción, por lo general el miedo y la ira. Además de la sensación de sentirse protagonistas en la lucha entre el bien y el mal, de estar aportando algo, lo cual sirve para validarse ante sí mismos y ante los demás que piensan parecido.
Dar la espalda a las evidencias nos condena a repetir cíclicamente los errores del pasado. Llaman moderno el gesto de enterrar el pasado e ignorar el futuro. Sólo existe el presente. Una vía que garantiza el error. ¿Qué dirán nuestros nietos dentro de 40 años? ¿Qué consecuencias tendrán que sufrir por nuestro actual comportamiento? ¿Cómo nos recordarán?
Es una evidencia. La destrucción del ecosistema provoca un efecto mariposa de catástrofes encadenadas que nos golpearán brutalmente a todos: migraciones masivas, inestabilidad política, conflictos y terrorismo internacional, fenómenos atmosféricos extremos, subida de las temperaturas y del nivel del mar, desertizaciones e inundaciones, incendios y temporales, y hasta pandemias que paralizan el planeta y ponen en jaque al sistema. (*)
Es evidente que el reloj climático sigue corriendo mientras los líderes mundiales están de paseo. Las Cumbres del Clima se han convertido en lavados de cara de las empresas causantes del problema, que no están dispuestas a reducir su cuenta de resultados. El mercado dirige el planeta y los políticos son sus jefes de planta en el supermercado global, de ahí que los acuerdos alcanzados sean siempre insuficientes y la reacción demasiado lenta.
Y son evidentes los primeros síntomas de un colapso, antes impensable y hoy impredecible: problemas de suministros, materias primas, energías, mano de obra… Nada cambiará si no cambia el sistema. Hay que transformar el modo de vida, de producción, de consumo, de transporte… La crisis climática no es un fenómeno natural, es consecuencia del capitalismo.
Pero los gobernantes negacionistas siguen negando la relación entre el sistema de explotación capitalista y la devastación del planeta. ¿Están ciegos, o más bien locos?
(*) Refer. artículo de Javier Gallego en el Diario.es
Esclarecedor artículo. Muchas graias, Domingo