Un cómico
El emperador Octavio Augusto estaba cansado de escuchar argumentos y peleas de los partidarios de un actor u otro. Eran continuas las trifulcas sobre quién era mejor, Yla o Pílade, cómicos famosísimos en su tiempo. Augusto decidió acabar con aquel estado de cosas, y prohibió a Pílade actuar durante tres meses. Llamó al actor para decírselo en persona, y éste le hizo la siguiente observación: ‘Ved bien lo que hacéis; nosotros somos tu defensa, porque mientras el pueblo se enzarza en discusiones vanas y se ocupa de nosotros, olvida su miseria y no está atento a la política y a lo que el emperador hace’. (P. Celdrán)
La sospecha
Un hombre perdió su hacha y sospechó del hijo de su vecino. Observó la manera de caminar del muchacho –exactamente como un ladrón. Observó la expresión del joven –idéntica a la de un ladrón. Observó su forma de hablar –igual a la de un ladrón. En fin, todos sus gestos y acciones lo denunciaban culpable de hurto.
Pero más tarde, encontró su hacha en un valle. Y después, cuando volvió a ver al hijo de su vecino, todos los gestos y acciones del muchacho ya le parecían muy diferentes de los de un ladrón. (Lie Zi)
Un artillero
Había sido albañil desde la infancia. Cuando cumplió dieciocho años, el servicio militar lo obligó a interrumpir el oficio. Fue destinado a la artillería. Un día, en una práctica de tiro de cañón, le ordenaron disparar contra una casa vacía. Era una casa cualquiera, sola en medio del campo. Él había aprendido a tomar puntería, y todo lo demás; pero no pudo hacerlo. Y a los gritos le repitieron la orden; pero no. No hubo caso. No disparó. Él había construido muchas casas como ésa. Hubiera podido explicar que una casa tiene piernas, hundidas en la tierra, y tiene cara, como en los dibujos de los niños, ojos en las ventanas, boca en la puerta, y tiene en sus adentros el alma que le dejaron quienes la hicieron y la memoria de quienes la vivieron. Eso hubiera podido explicar, pero no dijo nada. Si lo hubiera dicho, lo hubieran fusilado por imbécil. Plantado en posición de firmes, se calló la boca; y fue a parar al calabozo.
En un fogón de las sierras argentinas, en rueda de amigos, Carlo Barbaresi cuenta esta historia de su padre. Ocurrió en Italia, en tiempos de Mussolini. (E. Galeano)
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