Nacer endeudado, vivir endeudado, morir endeudado es el destino de todos los pobres del tercer mundo, el destino fatal de nuestra América. Y estar así endeudado, equivale a estar prohibido de la Vida. La deuda externa es la muerte interna. En nuestra América la deuda se duplica cada diez años; y hoy, en 1998, alcanza los 700.000 millones de dólares.
Acabamos habituándonos a esa guerra total, la más mortífera de cuantas guerras registra la historia humana, la expresión máxima de la dominación internacional, el holocausto no sólo de un pueblo sino de muchos pueblos, continentes enteros, de todo el tercer mundo. Guera, dominación, crimen, por otra parte, cínicamente justificados por el derecho internacional: “Porque se trata de una deuda, y la deuda -dicen- es un deber y un derecho; las deudas se pagan”. Contestar la deuda externa -quieren enseñarnos- es ingenuidad política, fuga histórica, irresponsabilidad económica. Y seguimos pagando no la deuda, sino apenas sus intereses, el lucro de la mayor usura. Los pobres, somos los exportadores de capital para el primer mundo rico.
Nuestros políticos, las convenciones internacionales, la rutina sometida de nuestra sociedad acaban haciendo de la deuda externa la verdadera constitución real de nuestros pueblos humillados. Por causa de la deuda no podemos hacer reforma agraria, no podemos atender la salud, la educación, el trabajo, la comunicación, la seguridad social, la vida… Somos el patio trasero del FMI, del BM…
Sin embargo, ya en el continente y en todo el tercer mundo, y en el primer mundo solidario también, el movimiento popular y los sectores consecuentes de las Iglesias, sin irresponsabilidad ninguna, y por principios de ética, y por la más elemental exigencia evangélica, vienen declarado conjuntamente que la deuda externa es inmoral: no se puede pagar, no se debe pagar. Más aún, el propio sentido común y una estadística honesta saben muy bien que ya hemos pagado esa deuda. Saben, además, que no la hicieron nuestros pueblos, sino nuestras dictaduras, nuestras oligarquías, nuestros políticos corruptos.
Si alguna intersolidaridad puede salvar Nuestra América (y todo el tercer mundo) del colapso económico y social al que los mecanismos del sistema nos condenan, ésa será la voluntad integrada, altivamente latinoamericana, dignamente humana en última instancia, de no pagar la deuda externa.
Siempre será más ingenuo, más cínico, más suicida, pagar para ser muertos, para ver nuestros pueblos aniquilados por el hambre, por la enfermedad, por la violencia desesperada, por la marginación global.
La memoria del Patriarca Proaño y su pasión por los pobres de la tierra y esa vigilia del jubileo cristiano que estamos celebrando ya, nos convocan a una creciente, indeclinable actitud solidaria contra el pago de la deuda externa y por el pago de las deudas sociales de las que nuestros pueblos son acreedores.
Contra la deuda externa, la dignidad continental interna.
Contra el culto al dios de la muerte, la fidelidad al Dios de la Vida, y a sus hijos e hijas, todos nosotros, hermanos y hermanas.
Riobamba, 30 de agosto de 1998.
Pedro Casaldáliga
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